EL DOMINGO MÁS TIERNO DEL AÑO
En San Roque, el Día de la Madre no es un domingo más. Desde temprano, el pueblo se transforma en un pequeño refugio de emociones. Las calles, que durante la semana suelen guardar la calma de los días comunes, se llenan de autos que llegan desde distintos lugares. Son hijos que regresan, aunque sea por unas horas, para abrazar a la mujer que les enseñó a andar por la vida con el corazón despierto.
El aire huele distinto. Hay perfume a flores frescas, a asado que se enciende en los patios. Las veredas se llenan de risas y abrazos. En cada casa, hay una mesa esperándolos, y sobre ella, la mirada cálida de una madre que sonríe sin decir mucho, porque su mayor alegría está en tenerlos cerca.

Pero también hay otro movimiento más silencioso, más profundo. En el cementerio, desde muy temprano, se ven personas caminando despacio, con una rosa en la mano. No hay palabras, solo miradas al cielo y suspiros que parecen volverse oración. Cada flor sobre una tumba es una historia que no se olvida, un amor que no se apaga, una presencia que se siente aún sin estar.
San Roque, en este día, tiene algo de milagro. El sol parece más tierno, el viento más suave. Los abrazos se demoran, los recuerdos florecen. Y mientras la tarde se apaga sobre el pueblo, uno siente que el amor de madre, vivo o ausente, sigue siendo la raíz más fuerte que tiene nuestra tierra.
Porque en este rincón correntino, el Día de la Madre no se mide en regalos ni en gestos pasajeros. Se mide en los silencios compartidos, en los caminos recorridos para volver al hogar, en las lágrimas que brotan cuando la voz de mamá ya no está.
Y al final del día, cuando el cielo se tiñe de naranja sobre los paisajes de San Roque, uno comprende que no hay amor más puro ni más eterno que el que habita en el corazón de una madre… y en el de un hijo que nunca deja de buscar su abrazo.






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