OPINIÓN | CUANDO EL PODER SE APAGA
Horacio Rodríguez Larreta lo contó sin rodeos: el teléfono dejó de sonar de un día para otro. Amigos que parecían incondicionales ya no tienen tiempo para un café. Empresarios que antes pagaban por una entrevista hoy ni siquiera le devuelven un saludo. Es más fácil pensar, como él dice, que el teléfono está roto. Pero la realidad es otra: el poder es un imán que atrae multitudes, pero cuando se disipa, solo deja vacío.
No es una historia nueva. Les ha pasado a todos los que alguna vez ocuparon un cargo de relevancia. Mientras están en el poder, todo gira a su favor. Las invitaciones, las muestras de afecto, la admiración, la lealtad inquebrantable. Pero cuando dejan el cargo, cuando ya no pueden abrir puertas ni conceder favores, la realidad se impone con su dureza habitual. De pronto, los gestos amables se evaporan, los saludos se vuelven distantes y el entorno se reduce a su verdadera dimensión. Solo quedan los mismos de siempre: la familia, los amigos de la infancia, aquellos que nunca llamaron para pedir, sino para saber cómo estaban.

Este fenómeno no distingue colores políticos ni niveles de poder. Ocurre en la política nacional, en los gobiernos provinciales, en los municipios más pequeños. El sillón es el verdadero objeto de deseo, no la persona que lo ocupa. Y cuando la silla cambia de dueño, la corte de aduladores se traslada sin remordimientos.
Quizás quienes hoy están en el poder deberían recordar esto. Que no se confundan: la gente no los sigue por lo que son, sino por lo que pueden ofrecer. Y cuando eso se termina, el día después del poder es un despertar abrupto. Un teléfono que no suena. Una agenda vacía. Una soledad que pesa.

El poder es efímero. Lo importante es lo que queda cuando ya no está. Y esa es una lección que, tarde o temprano, todos aprenden.






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